sábado, 19 de julio de 2008

Tomás giraba la pajita, empujando su anécdota entre los hielos. En un ejercicio de paciencia consiguió esperar a que Alex terminase de responder a sus preguntas de rigor sobre la mujer, los niños, el trabajo, el olmo enfermo del jardín; aún así no pudo evitar sentir como un redoble en su cabeza mientras tomaba aire para decir la frase que venía preparando desde la noche anterior. Y es que Alex era un ferviente admirador de Paul Auster. Peor aún, era un auténtico pesado. Siempre tenía que salirle con leyendas urbanas cargadas de supuesta ironía, del tipo del buceador atrapado en el depósito del hidroavión, o la de los dos hermanos dados en adopción que no se dieron cuenta de sus identidades hasta el día de su boda.
- Si te cuento lo que me sucedió anoche no me vas a creer.
La frase tenía más ingenio del que parecía. Procuraba esconder en su cotidianeidad el ansia que tenía de darle con su relato en la cabeza, pero a la vez dejaba ver discretamente que estaba deseando hacerlo.
- Bueno, esto es nuevo. Cuenta.
Tomás se había imaginado a sí mismo como un profesional del misterio, dejando ahora unos segundos de suspense, bebiendo de su vaso, con calma, sometiendo por una vez la curiosidad de Alex. Sin embargo, apenás atinó a agarrarse a la mesa en una euforia contenida, para susurrar los hechos de la noche anterior acercándose a su amigo, como un niño que comparte una historia de terror.
- Vale, tú sabes quien es Mai, ¿verdad?
- Mai, ... ¿no? Esa que va por ahí con kimonos y plumas indias y que.., ¿no es la que se había tirado al camarero del Fontana? Ay no, ya sé quien dices, la de Tucho, es que como también le va el rollito exótico...
- Sí, esa justo.
Tomás se confió y sonrió pletórico.
- Ala, te has tirado a la mujer de Tucho, ya te vale.
¿Cómo había conseguido reventarle su historia tan pronto?
- No, o sea, sí, pero... a ver, ¿me dejas que te lo cuente?
- Buah, sí, cuenta.
- No es que me la haya tirado. Vamos, por supuesto que me la he tirado, pero es que eso no viene a cuento. El caso es que anoche vino a mi casa.
- ¿Tucho?
- No, Mai. Viene casi todos los martes.
- Joe, ya te vale.
Tomás miró a Sergio.
- ¿Me dejas?
- Sí, sigue, sigue.
- Pues eso, que salimos primero por ahí a cenar, y luego subió a mi casa, y la cosa estaba ya medio enfilada cuando suena el teléfono.
- ¡Qué fuerte, era Tucho! ¿A qué sí? Buah, os ha pillado, ¡qué fuerte!
Tomás comenzaba a ponerse negro.
- Sí - masticó la afirmación, tragándose el improperio que la acompañaba - era Tucho.
- Jo, jo.
- Pero no nos ha pillado, que eres un listo.
Tomás miró al suelo, había desvelado el final de la historia antes de tiempo. Sergio se reía, inconsciente de la marejada que se forjaba en la copa de su amigo.
- Era Tucho, y me llamaba para decirme que sospechaba que Mai le engañaba. Vamos, que no lo sospechaba, que tenía la absoluta certeza. Y Mai a mi lado, en plan Betty Boop enseñándome los ligueros nuevos. Jamás he sudado tanto en mi vida. Nada, que le trato de calmar, le digo que no sea paranoico, pero el tío en sus trece; que si que me engaña fijo, que si ahora está con él.
- ¿Y no sabía que eras tú? A lo mejor era un truco, o algo.
- No, que va. Me dice que no puede vivir sin ella y que si le está engañando de verdad, que la mata a ella y luego se mata él, y al amante, y, bueno, supongo que no por ese orden. Entonces traté de quitarle hierro, y le dije que si era así que tampoco era tan grave, que tías como esa hay a patadas, y que si le está engañando, mejor ahora que no más tarde, que así ya sabe la clase de tipa que es. Y Mai a mi lado oyéndolo todo y mirándome como si me fuese a sacar los ojos.
- Jaja, qué peligro.
- Sí, pero es que flipa, porque nada, le tranquilicé, le dije que hoy iría a verle y colgué para explicarle a ella la situación. Le dije que le había dicho aquello para hacer como que me ponía de su lado, y blabla, porque si no la tía me corta los huevos allí mismo. Y cuando ya la tengo medio dispuesta de nuevo, vuelve a sonar el teléfono.
- Bua, el Tucho otra vez, fijo.
- Joe, sí, pero te juro que si adivinas lo que me dijo te doy diez euros.
- Jajaja, ¡yo que sé! Que iba a ir a tirarse a la otra, la del camarero del Fontana, para desquitarse, o algo así.
Tomás hinchó el pecho de orgullo, había comenzado algo tambaleante, pero ahora el final caería por su propio peso. Ya nada podía evitarlo.
- Pues me dijo que no me preocupase, que había sido un tonto. Que Mai acababa de llegar a casa con su hermana, y que él se había tomado antes algo de beber esperándola, le había sentado mal y se le había ido la cabeza.
- Ala, ¿y Mai a tu lado?
- No sólo eso, es que Mai no tiene hermanas.
- ¡No! Joe, ¡Y entonces?
- Ni idea, a saber que pasa por la mente de este tío.
- Descarao, a mi me da miedo. Yo creo que sabe que fuiste tú.
- Boh, que va.
- Tú sabrás. Por cierto, ¿te he contado la historia del tío que tiene una vecina con una prima en la India que está casada con el primo sueco de la esposa de ese mismo tío?

lunes, 14 de julio de 2008

Una noche en la casa Usher...

Corría de su mano por el paseo marítimo, preguntándome por qué estaba allí. Empapada, helada, y dirigiéndonos silenciosamente hacia su casa. La luna, deformada, se escondía por momentos y el cielo capeado avanzaba tan rápido como nosotros entre coches y escaleras. No quiero escribir sobre él, ni sobre mi; quiero escribir sobre su casa. No recuerdo en qué piso estaba, pero subimos en un ascensor estrecho y anticuado, que chirriaba indecorosamente, alrededor de su cara de conformismo somnoliento. Nada más abrir la puerta de madera me salió a recibir una diminuta criatura peluda y maullante que se prodigaba en afecto contra mis tobillos, suplicando un poco de atención. Mientras ignoraba los besos cálidos y ebrios de mi acompañante, seguí al animalito a través de un pasillo enmoquetado en lo que algún día fue color mostaza, hasta llegar al salón; epicentro y nodo de todo lo que ha de morir, el salón era un mar de polvo y cadáveres, que él recorrió lentamente, ajeno a mi rostro estupefacto. ¿Alguien se imagina lo que ha de ser un pueblo fantasma, una ciudad abandonada, Leninskiput a las afueras de Chernobyl, las aldeas anegadas en una noche de riada...? Un pátina grisacea cubría los objetos más cotidianos, las repisas, los muebles; tras el sofá, aún enhiestos, unos palos del Brasil retorcidos representaban tragedias shakespearianas en sus agonías eternas, más muertos ya que vivos. El mínimo felino se entretenía ahora devorando como podía unas zapatillas de felpa rosa, residencia póstuma de unos pies femeninos que hacía años habían abandonado a mi acompañante, su casa, y la vida en general. Desnudarme en su habitación fue la violación de un tálamo sagrado de otra dimensión, desde la que nos miraban los que se había ido. Él sólo fumaba, mirándome, como si me hubiese comprado por una noche, como un viejo a sus 18 años, con un gesto de aprovación pasiva. El sexo fue insulso y breve, entre las sábanas sucias y frías, mientras sonaba de fondo Eye in the Sky, una y otra vez, sin cesar, en versión corta. Ni él ni yo lo deseábamos. Mi cuerpo bajo el peso del suyo, y mi mente de paseo por entre los féretros que encerraban cada cuadro del pasillo, cada jarrón de cristal, cada muerto en su pasado, y todos a la vez observándome inanimados, tarareando la melodía de Alan Parson.
Los fantasmas de sus padres esperaban pacientemente a que desocupase su legítimo lecho para seguir adelante con sus vidas de ultratumba. Su abuela, ya reseca y pelona, le reprendía sin palabras por no ofrecer algo de beber a su invitada. Estábamos, como toda la casa, sumergidos en la laguna del otro mundo, donde viven los que no viven. Se quedó dormido poco después, con su aliento a nicotina roncando suavemente hacia sus labios; el maquillaje, suyo y mío, esparcido por sus pómulos infantiles. Tan lejos de mi, tan muertos los dos.

The Pool

Hacia las 9 de la mañana Alicia consiguió reunir las fuerzas necesarias para enfundarse su bañador gastado, revisar su depilado y encaminarse hacia la piscina universitaria. "Menudo día he elegido" se dijo, mientras corría entre los charcos, haciéndose menuda y ágil en su chubasquero rojo.
En la piscina sólo nadaba una chica morena, de empresariales, parte del equipo oficial. Alicia se quitó el chándal, se mojó la cabeza y los pies en la ducha y se acercó al borde de la piscina. Le fascinaba la idea de saltar desde el pivote de competición para así lanzarse a nadar mil largos en quince minutos. Se rascó el pie contra el granito del borde y se lo pensó mejor. En el techo los reflejos del agua bailaban y se mezclaban, mientras que en las cristaleras laterales la lluvia se estrellaba ruidosamente, como queriendo reunirse en el gran caldero de azulejos azules. Bajó por las escaleras, sonriendo al ver que su bañador cambiaba de gris plateado a casi negro según avanzaba la linea del agua. No le gustaba llevar gorrito.
Fuera, Marco esperaba el autobús al centro. Hoy no le apetecía nada tragarse la clase de inorgánica. La puerta de la cafetería de la piscina se abrió con un ruido de campanillas y le llegó de golpe el aroma cálido y clorado de la climatización. Se giró y la vió dudar en el agua. Se estiró un poco y comenzó a nadar, muy despacio, a braza. Sus piernas se estiraban y recogían rítmicamente, produciendo ondas tranquilas. Casi podía oirla tomar aire cuando sacaba la nariz por encima del agua. Al completar el largo se volvió a estirar, y comprobó que el gorró estaba bien colocado.
Marco, que tenía las manos en los bolsillos del pantalón, las fue juntando hasta que sus pulgares se tocaron en su pelvis, separados por un par de capas de tela. Suspiró. Su deseo se condensó sobre el cristal en forma de mínimas gotitas, miles de ellas, dentro de las cuales Alicia había reanudado su lenta marcha hacia el otro lado de la piscina. Marco encendió un cigarro sin quitarle los ojos de encima a esa espalda bien tapizada, sobre la cual subían y bajaban mareas enteras para chocar y morir a cada brazada. Un río de cabellos negros, audaces evadidos de su prisión de goma, flotaba como un manojo de algas sin voluntad, persiguiéndola en su carrera. El humo huyó de su nariz y su boca en un remolino y se difuminó sin dejar restos. Al llegar al otro lado, se paró de nuevo.
El autobús llegó a la parada, y Marco tiró el cigarrillo al suelo, pero al ir a apagarlo con el zapato, calculó mal, y la brasa se quedo humeante bajo el porche. Corrió esquivando charcos hacia la marquesina. Alicia levantó la cabeza y y vio el hilillo de humo, y tras él, haciéndose más pequeño, a Marco. Trataba de taparse el largo cabello oscuro con la capucha sin demasiado éxito. Alicia inclinó la cabeza para facilitar que saliese el agua de sus oidos mientras observaba sus largas zancadas alejándose, moviéndose bajo el agua. No pudo evitar darse cuenta mientras salía de la piscina, de que se frotaba las manos contra el pantalón. Las mismas manos que habían dejado dos marcas humedas sobre el cristal, un poco más arriba, entre ellas, una marca de vaho se iba disipando.

sábado, 12 de julio de 2008

La sombra sobre el río

Tras pensármelo un poco he decidido compartir esta historia; pero antes de hacerlo me gustaría dejar claro que detesto el realismo mágico. Una vez aclarado este punto, comienzo.
Estamos hablando de los años cuarenta, supongo que a principios, en algún punto de Cádiz, creo que cerca de Rota. Podría inventarme miles de circunstancias románticas al respecto, pero la única verdad es que Juan estaba destinado allí. Juan no había luchado personalmente en la guerra, y se vanagloriaba de que el único tiro que había tenido que dirigir hacia un ser vivo, había sido contra un perro rabioso que le estaba destrozado la pierna a mordiscos. No se estaba mal, ahora que todo estaba tranquilo; buen clima, bonitas vistas, y un par de días libres al mes para ir al cine, o a tomar algo al pueblo.
Acacia opinaba más o menos lo mismo sobre su entorno. Ella era algo más joven que él y había terminado sus estudios, quería hacer corte y confección, y así ser como las grandes actrices de las películas, siempre rodeadas de telas brillantes y sedosas, plumas y encajes que las convertían en ángeles. Y poco más le hacía falta para parecerse a ellas. Era bastante alta, delgada, con el cabellos ondulado, largo y claro como espigas maduras. Su madre había elegido su nombre en un alarde de precognición, como un adorno para una joven tranquila, dulce, que se dejaba mecer con la mirada perdida sobre el agua en las tardes de domingo, sus dedos jugando sobre la superficie en un acunar pausado, mientras el viento le arrugaba la camisa, en surcos de algodon de color café.
Llamaba la atención.
Sobre todo la de Juan, que ya no pudo dejar de mirarla. La observaba con sus amigas riéndose con un sibilar silencioso, como de viento entre las hojas. La notaba brotar y enraizarse en su corazón firmemente. Tendrían que estar juntos.
La verdad es que él también tenía algo de actor. Bajito, rubillo, y de sonrisa seductora, compensaba su falta de tipo con su ingenio. Nunca le habían faltado miradas femeninas, amigas de su hermana, hijas de vecinas. Pero nunca había tenido mucho tiempo que ofrecer a esas actividades. O quizá no era el momento.
Pero ahora sí. Ahora, es justo ahora, se repetía mientras avanzaba hacia la casa de Acacia con una bandejita de pastas envueltas en papel violeta y cordel amarillo. No voy a mentir, ignoro cómo se las ingenió. Sé que no fue muy fácil, ni tampoco muy difícil, pero pasado algún tiempo, los dos paseaban de la mano a la orilla del mar, se besaban, y se reían sin parar en la azotea persiguiéndose con las manos entre ondulantes sábanas mojadas. En algún momento, claro, las manos dejaron de perseguirse, y se encontraron.
Acacia tenía una pequeña cámara de fotos, y él la retrató difrazada con su uniforme militar, con sus botas de caballería hasta la rodilla, su camisa verde, su gorra... Lamentablemente a esta historia le falta una dosis de insulina para compensar tanta dulzura. Y no se hizo esperar, ya que el amor apasionado, el que es más grande que uno mismo, tiene la mala costumbre de fructificar de forma natural. Y de ese modo trató ella de explicárselo. Bueno, había sucedido, no sería la primera, ni la última. Se casarían, aguantarían el chaparrón y serían felices para siempre. Sólo se trataba de adelantar un poquito los planes.
Pero el joven Juan no opinaba lo mismo. Un matrimonio en esas condiciones le impediría progresar en el ejército, sería un paria entre los suyos toda la vida. No se lo pensó mucho, no le dió explicaciones. Pidió el traslado y desapareció.
Fue cuando le mandaron a Ferrol. Allí conoció a otra joven, también muy hermosa, pero no dulce y expontánea como su bello árbol. Mari Carmen, Mary como la llamaban, era anodinamente sensible, siempre dispuesta a hacer un drama de cualquier constipado familiar, perfectamente inmaculada frente a las manchas de la cultura o la inteligencia. Devota creyente, casta, entregada al cuidado de los suyos, huérfana de madre, hija de militar, y bien colocada socialmente. Sin mucho esperar Juan pidió su mano y tras ella su cuerpo para engendrar 4 hijos en Huelva, Sevilla y Ferrol.
De la estricta educación que cocieron en su hogar, creció Rocío, miembro de la secta Nueva Acrópolis y divorciada, Ángel, marinero adventista del séptimo día, Maria José, miembro del Opus Dei, y Juan María, agnóstico declarado, divorciado y post-arrejuntado con una costarricense.
En 1993 Juan murió de cáncer de próstata, pero yo estaba de exámenes y no pude ir al funeral. Una semana después volví a mi ciudad natal y mi padre me contó esta historia, alquiló un coche y nos fuimos a Cadiz. Allí conocí a Acacia, aún hermosa, soltera perenne. Le pregunté el motivo de su soltería y me dijo que no estaba dispuesta a casarse con nadie sólo por estar acompañada. También conocí a su hija, mi tía, Carmen. Y vi las fotografías. Se me arruga el corazón cuando las recuerdo.
Acacia murió un año después que mi abuelo. Supongo que ya no había esperanza de que él volviese a su lado a decirle cuánto la extrañaba, ahora que había muerto.
Sólo un detalle, a todo el mundo le extrañó la petición de mi abuelo en el lecho de muerte: quiso que echasen sus cenizas al río, al Guadalquivir, en algún remanso tranquilo, a la sombra, donde las hojas de los árboles rozasen el agua y el viento se riese en silencio entre ellas al atardecer.





Subway III

El túnel que comunica Parque con La Colina parece recto, pero a los ciento cincuenta metros comienza una curva hacia la izquierda. En ese tramo, los raíles practican un peralte para que el maquinista no tenga que disminuir la velocidad. Esto hace que algunos pasajeros sonrían mientras se les cierra la boca del estómago disfrutando de la fuerza centrífuga.
Para alguien sentado con la espalda contra el muro el túnel , los vagones pasan en un suspiro, iluminándolo todo con una hermosa luz de polilla sintética. A veces se consigue ver mejor a alguien, a un anciano, y a veces él también consigue verle a uno y abre mucho los ojos.
Desde un punto de vista pragmático, el metro es mucho mejor que las alcantarillas. Es más humano, tiene mucho más encanto.
Pasear por él es como cerrar una cremallera, estación, túnel, estación, túnel, terminal, y a casa. Claro que también hay más gente a la que evitar, pero de noche ya no hay nadie. O casi nadie. En concreto esos momentos en los que una ráfaga de aire caliente te revuelve todo el pelo, hacen que compense todo lo demás.
Las toberas del metro están llenas de secretos y de tesoros increíbles. La succión va empujando dentro de ellas las cosas más insospechadas. En realidad, cualquiera que no temiese morir arrollado en la línea 4, podría encontrar todo lo necesario para vivir… Ropa, alimento, un refugio seguro y templado, acceso a luz eléctrica, baños, y un servicio de seguridad humano a su disposición. Céntrico, a menos de 3 minutos de la estación de metro más cercana.
En la estación de Parque hay tres turnos de guardia. Por la noche, a veces, a eso de las once, y precedido de un ruido mecánico y pasos, todo el andén es inundado por un aroma a caldo. Uno puede ver al vigilante tan tranquilo en la cabina, oyendo la radio, y soplando el vasito de cartón. Para eso hay que asomarse con cuidado, guindado desde arriba del luminoso que indica la frecuencia de los trenes. Es sorprendente lo poco que mira la gente hacia arriba.
Es un hombre. Eso seguro. Sólo un hombre pasaría sus noches sentado en una silla en una pecera de plástico, mirando su pequeño mundo vacío. Si uno se pregunta qué pasa por su cabeza, no hay que esperar demasiado. Una noche se levanta, cruza el paso elevado y toma el regalo que alguien, vaya a usted a saber quién, le ha dejado en el otro lado, y entonces sonríe. Casi no se ven sus labios desde ahí, pero es evidente que sonríe.
A veces uno puede sentirse sólo ahí abajo. Al fin y al cabo, no hay nadie más. Pero siempre se puede esperar a que llegue de nuevo a su pecera, y con pasos elegantes y estirados cruzar la estación, sin mirarle, cabeza abajo, a toda prisa, esquivando fluorescentes. Y él le va a mirar a uno, casi seguro, vamos, así son los hombres. Pero este no se levanta y grita. Uno nota sus ojos sobre el lomo; más que ojos son manos que tiran de las caderas y le empujan a uno contra él, y todo el cielo arde en sus palmas y la sangre jamás se enfría contra los azulejos de la pared, y se es suyo, y se es alimentado cada noche. Si es demasiado intenso uno siempre puede huir y espiarle tras el semáforo, a través del vapor rojizo de los conductos, observar su reacción. Toma su regalo, lo observa al tras luz, y lo huele. Es un humano muy básico, el regalo no huele a nada. Entonces mira hacia el semáforo, inclina la cabeza hacia un lado y saluda con la mano. Uno es feliz mientras regresa a casa.





viernes, 11 de julio de 2008

Subway II

También era noche cerrada para Brick. Había perdido su casa, su coche, y sus escasas pertenencias la noche anterior, pero no parecía preocupado; sentado en un taburete frente a la barra de un bar, miraba intensamente su vaso de ron. Tibio, como a él le gustaba. De hecho, parecía que su mirada fija pudiese hacer que hirviese de un momento a otro. Bebió un sorbo y dejó de nuevo el vaso a unos milímetros del cerco redondo de alcohol vertido. Un hilillo de sangre danzó en el interior de la bebida, esquivando las corrientes etílicas hasta que se disolvió completamente. No importaba, al fin y al cabo, todo le sabía a quemado.

Sobre todo su espíritu. Toda una semana tras ella, espiándola por los callejones, revisando los restos de su cena, siguiéndola entre los cubos de basura. La hubiese atrapado si no fuese por el incendio. Aprovechó una explosión para huir, quizá sospechaba que la seguía. Desapareció en plena calle.

Y él sabía que ahora no era el momento de apresurarse, no podía pensar, las imágenes se le agolpaban una tras otra en la cabeza, aleatoriamente. Se acabó su ron y pidió aún otro; casi sin moverse, el camarero se lo sirvió en el mismo vaso. La gente no desaparece así como así tras una explosión. Es decir, uno se gira sorprendido, o trata de cubrirse, o grita, o … , pero no se esfuma así, de repente. Otro motivo más para encontrarla. Había perseguido a muchos otros antes, pero no como ella: tan blanca, tan alta, brillante, como cubierta de escamas de marfil.

Gemió al moverse, tras un par de horas sin apenas respirar. La explosión le había lanzado contra unas cajas y le dolía intensamente el hombro derecho. La idea de volver a buscarla por las alcantarillas parecía la más factible, sin embargo no le apetecía en absoluto. Un borracho se sentó en el taburete de al lado, agitando una cerveza aguada. Volcó parte del contenido sobre un libro a su lado, una edición anticuada de el Nuevo Testamento, encuadernado en plástico naranja y violeta y forrado con film transparente. Brick se apresuró a retirarlo, y secarlo con el borde de su camisa, lo que provocó la risa del borracho.

- ¡Jajaja, no te preocupes tanto, incluso a Cristo le hace falta una cerveza en una noche como esta!

Su voz le llegaba amortiguada y llena de reverberaciones. Murmuró algo, pagó sus copas y salió del bar discretamente. Le quedaban cinco dólares con treinta centavos.

En la calle corría un viento desolado, que se colaba entre las ventanas rotas y los callejones calcinados. Caminó por la avenida Matheson unos quinientos metros cubriéndose con su chaqueta azul, hasta que llegó a la conclusión de que necesitaba darle un descanso a su pobre cuerpo mortal. Descendió las escaleras de la estación del parque y se acurrucó junto al generador de una máquina de refrescos. Todo olía a diesel. Era uno de los pocos olores que no le desagradaban.

jueves, 10 de julio de 2008

Subway I

Desde hacía varias noches, durante el último turno, Gregor la veía pasar desde su cabina. No tenía una hora fija, a veces era unos minutos antes de las once, antes de que él saliese en busca de su café; alguna vez había aparecido más tarde, muy pasada la medianoche. Sucedía como una extraña cadena de acontecimientos cotidianos, como un ritual que se repetía a diario, ante sus ojos entrecerrados por el sueño. Quizá sea ése el motivo de que tardase muchos días en entender que no se trataba de un producto del espacio inexistente entre la vigilia y el sueño.
Todo había empezado tras la noche de los incendios, hacía poco más de un mes. Hasta ese día el trabajo de guarda de seguridad en el metro se había reducido a una cuestión presencial. Alguna rata, el ulular de las corrientes de aire templado, el olor a diesel, la emisora de radio carraspeando un consultorio nocturno sobre medicina alternativa. Y así noche tras noche durante largos años que se iban reflejando en su cara de adulto escéptico y tranquilo. En ese tiempo pudo desarrollar un gusto por placeres no habituales, pero de una sencillez exquisita. El eco que se producía al golpear una lata en el centro de la terminal, el ruido puntual del reloj de solapas de su oficina, el caldo de pollo sintético que nadie probaba de la máquina del café. Se dosificaba metódicamente estas alegrías a lo largo de las ocho horas de su turno, como un adicto consciente y responsable.
Pero aquella noche había sido muy tensa. Las ratas habían tomado la estación en una huida descontrolada, chillando como locas. Las explosiones en superficie, los gritos. Por algún motivo el teléfono no tenía línea y, sintiéndose seguro allí, había decidido esperar en la estación a que todo estuviese más tranquilo, retorciéndose los nudillos y escuchando. Al salir, la ciudad empezaba a cubrirse de ese brillo violeta de los amaneceres y ocasos invernales, pero el panorama era diferente al de otras noches.
Una gran columna de humo denso se elevaba a cientos de metros sobre la torre Hansen, y otros grandes edificios de la ciudad mostraban sus paredes de ladrillo, sin el enlucimiento de metal o yeso, ennegrecidos y mojados. Los contenedores de basura y las papeleras guindaban en hilos como fondues de queso suizo. Cristales rotos, regueros de sangre. Parecían los restos de una guerra, pero con la luz del sol, entre el ruido de sirenas lejanas y olor a plástico quemado, todo estaba en paz.
Gregor llegó a casa y se metió en cama con una taza de cereales y el televisor encendido, para escuchar las noticias, pero el sueño le venció minutos después de terminar su desayuno. Soñó con invasiones alienígenas que destruían el mundo, menos el extraño subestrato del metro, que él poblaría de sus ciegas criaturas de la noche a las que querría como a hijos.
Cuando despertó ya estaba anocheciendo. Desde la calle se filtraba la luz naranja de una farola por su persiana, estampando sus sábanas arrugadas. El televisor aún escupía inconexas hipótesis sobre los incendios. Pero Gregor no le hacía caso. Ya se afeitaba, ya se abrochaba el uniforme. Ya se había ido, y caminaba por las calles pobladas de luces brillantes. El viento se había llevado gran parte del olor penetrante a polímero churruscado, y la presencia de humanidad alrededor disimulaba los efectos de la noche pasada.
Un breve saludo marcó el cambio de turno. El sol se puso mientras se sentaba sobre la silla de metal recalentada por el anterior empleado. Ésa sería la primera noche que la vio.
Algo le llamó la atención sobre el andén de en frente. Un brillante en el suelo, quizá un tesoro, una chapa, un trocito de papel metálico de una caja de cigarrillos. Una secreta intriga le acompañaba mientras cruzaba el paso elevado con el viento en contra. Cruzó el umbral al andén apresuradamente, pero se frenó en seco, para no dar la impresión de que realmente estaba emocionado. Se acercó al objeto indirectamente, observándolo de lejos. Era una pieza blanquecina, triangular, y muy brillante, de un par de centímetros de lado. Un ruido le alarmó en el andén contrario, un murciélago, una rata tal vez. Pero él se abalanzó sobre el objeto, lo metió en el bolsillo de su chaqueta y volvió casi corriendo por el pasillo, con el viento a favor, inflándole la ropa. Y con sus dedos hundiéndose en el canto de su hallazgo.
En su cabina lo estudió más detenidamente. Era una pieza translúcida y levemente rosada, de bordes y uniformes, como una gran uña plana o una escama de plástico, flexible y dura al mismo tiempo. Sin duda, daría para muchas horas de investigación y especulación al respecto.
Perdido entre divagaciones sobre la procedencia del artículo, con una taza de caldo en la mano, simplemente, la vio pasar. Sin preámbulos de ruidos nocturnos de procedencia desconocida, sin salir a investigar con una linterna averiada, ni el batir de un corazón histérico en las vías. Asomó la cabeza desde el túnel de la izquierda, de algún modo trepó por la bóveda hasta quedar a cuatro patas sobre el techo, y a toda velocidad recorrió la parada sorteando las lámparas fluorescentes, ante la mirada perpleja e inmóvil de Gregor.